Hoy, día dieciséis de febrero, en el diario El País aparece un artículo titulado: “La desnutrición en Guatemala es una estrategia política”. El título coincide con lo que yo he podido comprobar y con el que estoy, evidentemente, totalmente de acuerdo.
No son muchas las noticias que aparecen en los diarios españoles de Centroamérica salvo en épocas de elecciones y a veces ni por eso. Y de Guatemala no se escribe nada. Y lo que digo de la prensa escrita lo digo también de la televisión.
Para comprender más el contenido de la información de El País hay que tener en cuenta que los indígenas siguen rezagados en materia de salud, educación, empleos e ingresos, respecto al conjunto de la sociedad guatemalteca, situación que es peor para las mujeres indígenas. Esto se debe al racismo estructural que se encuentra en la base de la desigualdad y la exclusión social, así como de las violaciones a los derechos fundamentales de los pueblos indígenas. Aunque la Constitución Política de la República de Guatemala reconoce la existencia de los pueblos indígenas y se asume como sociedad multicultural, y a pesar que el país ha ratificado los acuerdos internacionales sobre derechos de los pueblos indígenas; en la práctica, prevalece la brecha social, económica y política entre indígenas y no indígenas. Por ejemplo: el Estado invierte 0.4 USD diarios en cada indígena y 0.9 USD diarios en cada no indígena, la pobreza afecta al 75% de indígenas y al 36% de no indígenas, la desnutrición crónica al 58% de indígenas en comparación con el 38% de no indígenas, y en participación política, los indígenas no representan más del 15% de diputados y funcionarios públicos de alto rango. ( El Mundo Indígena 2021. Publicado el 18 de marzo de 3021).
Para Carlos Arriola (Ciudad de Guatemala, 54 años) el hambre es un sinsentido. Igual que las políticas guatemaltecas para atajarlo. Este doctor e investigador, con 31 años de experiencia en la zona Chortí de Guatemala, señala como raíz del problema la propia indiferencia social: “Estamos acostumbrados a decir: ‘es que es chaparrito (bajo) como el papá' o ‘es flaquita como la mamá’, pero lo que suelen tener esos niños es desnutrición”. “Y el Gobierno solo toma medidas asistencialistas o paliativas. Para mí, hay un componente malicioso de política pública de no hacer nada para mantener a nuestra población en las mismas condiciones; es una estrategia política para mantener los círculos de pobreza”. La tierra del quetzal ya cargaba entonces con el título de ser el sexto país con mayores tasas de hambre del mundo y el primero en Latinoamérica. Una situación que, de acuerdo a los expertos, ha empeorado los últimos dos años por la pandemia y los huracanes Eta e Iota, que azotaron Centroamérica en noviembre de 2020. “Aunque la situación se agrave sigue siendo un problema invisible”, aseguró Arriola a principios de febrero en la presentación de la campaña de concienciación de Manos Unidas, "Nuestra indiferencia condena al olvido".
Los expertos hablan de 30 años para modificar estas tendencias, hace falta toda una generación. Pero esta, la nuestra, no ha hecho lo suficiente por ponerle punto y final.
Parte de esta invisibilidad tiene mucho que ver con las personas a las que afecta. Guatemala es un país muy desigual y los indígenas son los peor parados en todas las estadísticas, a pesar de que son prácticamente la mitad de la población. En torno al 40% de estas comunidades vive en extrema pobreza y cerca del 80% está excluida socialmente. La vulnerabilidad y la marginalización es el día a día de quienes se acostumbraron, dice Arriola, al desprecio. El también catedrático de la Universidad San Carlos de Guatemala en Chiquimula recuerda con especial impotencia lo que le respondió un padre de familia al que le comentó que las tasas de hambre eran muy superiores entre los pueblos ancestrales: “Me dijo: ‘Mire, doctor, usted no se preocupe si se le muere un niño desnutrido, de esos, de los indios. Ellos tienen muchos hijos y no sienten nada, les da lo mismo; si se les muere uno, tienen más. Ellos no son iguales a nosotros’”. Desde esa “mala propaganda internacional”, las políticas de un gobierno tras otro han sido básicamente la entrega de alimentos. “Nada de medidas a largo plazo”, critica. Aquí, en el corazón del país, el médico fundó la Asociación Santiago Jocotán‐ASSAJO, organización socia de Manos Unidas en Guatemala, con el fin de cerrar estas brechas.
Los recursos son la llave para poder elegir. Para los campesinos más vulnerables del país, la única opción de alimento durante el proceso de destete es café y pan. “Hay una generación entera de bebés que está alimentándose de eso. ¿Qué nutrientes aporta el café y el pan?”, se cuestiona.
Personalmente pude comprobar en casa de Enrique eso precisamente. Me dieron para cenar Café con un güisquil una verdura muy socorrida en Huehuetenango. El güisquil, llamada papa del aire, es el fruto de un árbol que es muy frecuente que estén en las casa de los indígenas del departamento. El güisquil hervido en un plato, una cuchara y un vaso de café. Y esto también cenaron ellos. El desayuno fue lo mismo. Por eso, la tasa de retraso severo de crecimiento roza el 15%. La exclusión social acompaña la desnutrición, pues se traduce en baja disponibilidad y acceso a los alimentos, falta de medios para producirlos o comprarlos y malas condiciones sanitarias o hacinamiento. “Al llegar a la escuela, los niños no tienen la capacidad de aprender como otros que sí han tenido buena alimentación. Este es un flagelo permanente, ya que los daños son irreversibles y los condenan a trabajos de carga, pesados, mal pagados, perpetuando así el círculo de la pobreza”.
“A veces me pregunto qué pasarán en los próximos 30 años”, reflexiona el guatemalteco tras un largo suspiro. “No creo yo que haya mucho cambio si no se produce una intención diferente de elaborar estrategias. Los expertos hablan precisamente de 30 años para modificar estas tendencias, hace falta toda una generación. Pero esta, la nuestra, no ha hecho lo suficiente por ponerle punto y final”.
Personalmente creo que ni con una generación se arregla el desface que existe entre la élite de la población y la mayoría de los guatemaltecos, ese 80% de excluidos. Si a la desnutrición se le añade la falta de calidad de la escuela pública, o incluso la falta de ella misma, les lleva a la exclusión, y por lo tanto a la utilización política de esta realidad.
Carolina Vásquez Araya, en su blog y con el título "La amenaza de un pueblo educado" (ocho enero de dos mil dieciocho) indica que la calidad educativa en Guatemala ha experimentado los embates del más feroz sistema político-económico del que se tenga registro.
Los estudios de organismos internacionales y nacionales no pueden evitar poner en evidencia las deficiencias de este pilar fundamental para la calidad de vida y así aparecen los vergonzantes indicadores sobre baja escolaridad, abandono escolar, analfabetismo y pobres resultados en las pruebas del sector académico.
Como si la escasez de material didáctico moderno, así como los obstáculos para la preparación profesional de maestros y catedráticos no fuera suficiente, también está la infraestructura ruinosa de escuelas e institutos públicos, carentes de lo más elemental para realizar una jornada digna y productiva. Algunos carecen de pupitres, otros de servicios sanitarios y las niñas, niños y adolescentes que acuden a ellos son obligados a soportar los rigores del clima y las malas condiciones de sus establecimientos educativos.
El pequeño segmento de altos ingresos goza de todos los privilegios por ser heredero de la cúpula económica gobernante y, aunque cuenta con acceso abierto a una educación de primer nivel, esta rara vez se refleja en una modernización del quehacer público y mucho menos en una humanización de sus políticas. Más bien queda plasmado en una mayor concentración de la riqueza y la consiguiente profundización del abismo que lo separa del resto de la población.