Ahora ya en el avión que me llevará de Ámsterdam a Los Ángeles. Estamos rodando por la pista. No hay nadie en el asiento de en medio lo que hará el vuelo un poco más cómodo. Llevo de viaje desde las siete de la tarde de ayer. El AVE llegó más o menos a su hora. Yo no tenía prisa. Sobre las nueve menos cuarto estaba en Madrid. Hice un buen viaje. En Madrid tomé dos cercanía. Uno me llevó a Chamartín, dónde paró, al lado, cogí el del aeropuerto. Iba casi vacío. Allí me comí los croissant que traía de casa. Esa fue mi cena.
Llegué a la T2 en el bus interior que recorre todas las terminales, pues el cercanía te lleva a la T4, sobre las doce menos cuarto de la noche. Allí pasé tres hora y cuarto sentado y tirado en el suelo. Creo que dormí, en intervalos, una hora.
Sobre las tres se abrió el local de servicio de sillas de ruedas. La había solicitado para todos mis vuelos. Es un placer. Te recogen, te llevan a hacer la facturación, te acercan al control de equipaje, al de pasaporte, por caminos diferentes al resto, hasta la puerta de embarque. Si tengo que comparar, el de Holanda es mejor que el de España. Aunque ninguna queja. Además me libré que el perrito policía lamiera mi ordenador.
Pasear sentado por todo el aeropuerto de Ámsterdam durante veinte minuto es algo reconfortante.
No creo abusar de este servicio, mis deditos de los pies me lo agradecen y mi estabilidad también.
En el avión que me trajo a Ámsterdam, con el zumo de naranja que me dieron tomé las pastillas de las seis de la mañana. Ahora son las diez cuarenta y cinco y me he tomado las pastillas de cuando me levanto.
Me quedan diez hora de avión hasta Los Ángeles. No me supone ningún problema. Silencio, dormir, meditar, películas, comer... lo que hago normalmente en mi casa.
¡Hasta la próxima, primero Dios!
Esta crónica no la puedo subir ahora, porque no tengo Internet. La subo en el hotel 6 de Los Ángeles, cuando debía estar en Cleveland, a las catorce horas y quinces minutos, cinco de la mañana aquí del día veintidós.


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