jueves, 6 de noviembre de 2025

Ellas y Ellos




Érica, Kendo, Reina, Maria, Alejandra, Walter, Mario, Kevin, Alberto, Cristina, Oscar y otros a los que no les prentè el nombre. Estos han sido los grandes protagonistas de mi viaje. Han hecho posible que me pudiera mover en un universo desconocido. De poder hacer posible el comunicarme y así poder resolver las dudas que tenía o el camino a seguir. De haber podido repostar el coche de gasolina con unas máquinas que no entendía, bien porque no las entendía, bien porque ponía poca atención, pocas ganas de aprender cómo hacerlo.
En este aspecto la ayuda de Mario, en Alliance, fue excepcional rellenando poco a poco el depósito de gasolina hasta llegar al punto con el que tenía que entregarlo. A Daniel que me ayudó la segunda vez. Estaba en la gasolinera y se detuvo a hacerlo.  Al primer hispano que me sirvió gasolina, no le pregunté el nombre, pero me sirvió divinamente.
Otros, otras, me han empujado por los grandes aeropuertos donde me he movido en silla de ruedas y que me ha permitido no hacer colas tanto en el registro de las mochilas, como en el control de pasaporte. Reina se lleva la medalla de oro. Me empujo más de media hora por el aeropuerto de Los Ángeles. Otra compañera me ayudó con su traducción para que me devolviern el costo de un viaje de ida y vuelta que no podía hacer. Y como estoy escribiendo esto en mi casa, voy a agradecerle a Mohamed, en Madrid, su trabajo. Estaba cuando salí del avión. Me llevó desde la T2 de madrid a la T4, acompañándome en el bus que conecta las terminales, llevarme a tomar el cercanía, bajando hasta el andén para tomarlo. 
También personas que vendían en tiendas o en restaurantes, a los que les preguntaba dónde comer, dónde estaba el mostrador de tal aerolínea o las sillitas de ruedas, como Erica.
Y aquellas grandes mujeres que en las taquillas del metro me ofrecieron toda la ayuda necesaria. Cristina en San Francisco y Alejandra en Los Ángeles. De las dos he escrito ya.

Ayer al volver a Los Ángeles, como partía hacia el aeropuerto desde la Station Union, volví a darle las gracias. Le cayó divinamente. Me dijo que había ayudado a muchas personas y que nadie había vuelto a darle las gracias. Me regaló un recortable de un vagón de metro y quiso salir fuera de las taquillas a saludarme y hacerse una foto.

U Oscar que al entregarme el coche me explicó cómo funcionaba. Mi despiste hizo que reservara el coche para un mes antes, el uno de octubre. Cuando llegué no había otro coche en ese momento que uno grándísimo. ¡Tenía siete asientos! Era automático, pero en vez de palanca tenía un botón que giraba para poner las  marchas o la función que quería realizar. Todo nuevo para mí. El coche era un nave espacial con muchos botoncitos. No usé ni la mitad. Ni sabía para  qué  servían. Ni me interesaban.
Cómo no recordar a Walter. La primera vez que acudí a él fue porque no podía pagar el tiempo del aparcamiento del coche que dejé por la mañana al ir al Cañón. Lo ví por allí, le pregunté si hablaba español, y me lo arregló en un momento.
La segunda vez fue que al subir por el coche, éste no me abría. Se lo dije. Pensé que se le había ido la pila. Él sacó una llave física de dentro del mando. Ni sabía que existiera. Ahí ya le pregunté el nombre. El se mantenía siempre en la planta baja, el mío estaba en el segundo piso.
La tercera fue cuando intenté abrirlo y no encontraba dónde introducirla. Ya pensé que habría de llamar a una asistencia, que no llegaría a dormir a mi hotel a cien kilómetros de distancia, que se me complicaba llegar a San Diego. ¡Un poquito negra se ponía la noche y negro el fin del viaje!
Y la cuarta fue la definitiva. Bajé a por Walter. Pegue una voz y apareció por una de las rampas del aparcamiento. Le conté lo que me pasaba y le dije si me podía acompañar. El se pretó  inmediatamente. En el camino hablamos y me dijo que la cerradura suele estar en la puerta del acompañante. También de la poca atención de la empresa que me alquiló el coche de no asegurarse de poner pilas nuevas.
Llegó al coche y sentenció: "¡Esta llave no es de este coche!!" Pulsó algún botón del mando y empezó a sonar por todo el aparcamiento el claxon de mi auto. 
Él me miró con una mirada entre comprensión, asombro, matadora, analítica... Yo no sabía donde esconderme. Aún ahora siento una vergüenza extrema. 
Me despedí de él diciéndole que los ángeles existen y que el era claramente una muestra. Me dio la mano y se fue. ¡Qué iría pensando! Mejor no  saberlo. Yo por mi parte iba repitiendo: ¡Alfredo, Alfredo, Alfredo!


Y mi gran, por grande, Alberto. El policía local que el día cuatro estaba en el control de acceso al Ayuntamiento de la ciudad de San Diego. Me recibió con una sonrisa del que sabe qué por aquí éste no va a pasar. Me dirigi a él con mi frase escudo de que no hablo inglés. Y continué preguntándole si hablaba español. Él se dirigió a mí preguntándome qué deseaba. Le mostré un papel donde estaba escrito el nombre y el puesto  de Benjamin. 
Y le conté que tenía una cita con él y el motivo de mi viaje. Ahí se me rindió. Le pareció algo precioso. Me preguntó cosas y yo le respondí. Me dijo dónde encontrar a Benjamin. Me indicó los ascensores. Me pidió hacernos una foto y me deseó mucha suerte. 
Cuando salí me preguntó cómo me había ido. Seguimos hablando. Le contó a un compañero que yo era el que venía de España. Ya había hablado de mí a él. Y me deseó que se hiciera lo que había venido a iniciar. Me estrechó la mano y me dijo que tuviera un feliz regreso.
Para mí estas mujeres y estos hombres han sido lo que han hecho posible el viaje y que éste haya resultado maravilloso. Hay gente por el mundo que hacen de éste sea un mundo maravilloso. ¡Gracias!


¡Hasta la próxima, primero Dios! 

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