Esta crónica es la continuación de la anterior y se desarrolla en el mismo día. La reunión familiar que se había convocado unos días antes era motivada por la posibilidad de conocer a Carmen la segunda hija de mi sobrino Alfredo, hijo de mi hermana María del Carmen, y Miriam, que nació en febrero. Ellos pasan unas semanas en la casa familiar de la playa de Matalascaña. Era algo muy importante para todos los miembros de la familia que estábamos en Sevilla conocer al nuevo miembro de la familia que lleva el nombre de mi hermana mayor. No podíamos fallar.
El fallecimiento de Francisco, como es natural, no estaba programado. El horario del entierro no lo sabíamos cuando, tanto mi hermana María José como yo, habíamos decidido ir a Ubrique. Juan Francisco, hijo de Francisco, al conocer el encuentro familiar de la noche, nos repetía que no fuéramos, sobre todo al saber que el entierro sería a las siete de la tarde. Valoramos la importancia de estar junto a él, su familia, y a u hermano Jesús David. Íbamos a ir a pesar de todo aunque no pudiéramos estar en el entierro. Y nos alegramos de hacerlo. Las relaciones con ellos se ha mantenido más o menos frecuente. Recuerdo ir a verlos en marzo. Su salud ha pasado por momentos muy difíciles desde hace años. Es de agradecer y valorar cómo sus dos hijos lo han cuidado todo ese tiempo. cada uno de sus hijos se había repartido las tareas para que él estuviera siempre atendido. Y era visible en Juan Francisco. Su estado físico, cuando lo vimos al llegar al tanatorio, demostraba que llevaba unos días prácticamente sin dormir. Estuvimos unas horas con ellos y con los nietos María y Pedro. Como siempre comprobamos que no hace falta verse para quererse. Para todos fue importante estar juntos. Así lo valorábamos en el viaje de regreso a Sevilla.
Mi llegada al restaurante, pasada las nueve de la noche, coincidió con la llegada de los de Madrid con Almudena y Manuel. Ya estaban todos allí. En total éramos veintitrés. Los que faltaban, siete, es que no estaban en Sevilla. Algo maravilloso que se da repetidamente a lo largo del año. En un momento nos acordamos de la alegría que sentiría mi hermana María Carmen y mis padres de vernos reunidos.
Las dos niñas de Alfredo y Miriam pasaron de brazos en brazos de todos. Carmen ni se inmutaba cuando la cogíamos y Candela, de cuatro años, pasado los primeros momentos de timidez, al ver tanta gente casi desconocida para ella, empezó a tener una actitud muy abierta con todos. La velada se alargó hasta la una de la madrugada y con ganas de poder repetirla, siendo consciente de que viven en Madrid, nos despedimos valorando la calidez del encuentro y el esfuerzo por estar todos juntos.
¡Hasta la próxima, primero Dios!