martes, 22 de abril de 2025

Los de Emaus



"Dos amigos que habían peregrinado a Jerusalén para la Pascua caminan de vuelta a su pueblo discutiendo acaloradamente. Saliendo de la nada un tercer hombre se les une y les pregunta el motivo de su disputa. Los otros se sorprenden. ¿Eres el único en toda la región que no se ha enterado? Lo de aquel profeta, poderoso en obras y palabras. Muchos decían que era el mesías, pero ya han pasado tres días desde que lo crucificaron."

Lucas gradúa el suspense con la maestría narrativa que le es propia. La anagnórisis o reconocimiento no se producirá hasta el final. Y en realidad es lo de menos. Como en todas las historias lo importante es el viaje, el recorrido interior que no se explicita mientras los peregrinos completan los once kilómetros que los separan de Emaús. Van escuchando los argumentos del desconocido, sienten "arder su corazón" y empiezan a temer el final de la jornada. Cae la tarde y los dos oyentes suplican al narrador que se quede a cenar con ellos. La súplica será atendida y sus vidas cambiarán para siempre.

El episodio, quizá el más hermoso del Nuevo Testamento, aporta un testimonio de la Resurrección pero funciona también como una alegoría del poder de la palabra y del arte de la amistad, que nace de la conversación, de la literatura oral. La escena contiene todos los elementos que definen "el menos biológico de los amores", según C.S. Lewis: la atmósfera propicia, el horizonte compartido, el reconocimiento recíproco, la ausencia de expectativas interesadas, el deseo de incondicionalidad. Un amigo no es solo alguien que te escucha: es alguien que te entiende antes de escucharte. Preexiste, vive en sincronía contigo. Eso es lo que experimentaron los discípulos de Emaús al toparse con Jesús regresando de Jerusalén. La amistad es un yo que se declina en un tú, una extensión nueva de nosotros mismos habilitada por el mágico contacto con el otro. La fe no es un fenómeno muy diferente.

Cuando pinta Los peregrinos de Emaús, la vida de Rembrandt se ha torcido definitivamente. Su primera esposa ha muerto de tuberculosis, su segunda compañera ha sido excomulgada y no pueden casarse, su prestigio se hunde, la ruina le obliga a empeñar sus bienes. Macerado por la soledad, anhelante de la piadosa atención que el mundo le niega, Rembrandt suelta la mano. No perderá dominio técnico, pero su pintura se vuelve más espiritual. En el Resucitado que se delata al fin partiendo el pan pinta el rostro que le falta: el del amigo que comprende y perdona. En el lienzo la luz es el mensaje y toma cuerpo de epifanía, de compañerismo revelado, porque compañero significa etimológicamente "el que comparte el pan". 
La cena de Emaús del domingo replica así la Última Cena del jueves: es la segunda misa de la historia, ritualiza ya la acción de gracias por la pureza de una relación que da sin esperar recibir. Por eso los dos de Emaús se nos antojan más auténticos que los Doce: porque están libres incluso de la vanidad de pertenecer al grupo originario. Lucas solo da nombre a uno: Cleofás. El otro podríamos ser cualquiera. El evangelio no es otra cosa que la historia de la mayor amistad jamás contada. La de aquel que da su vida por sus amigos. ¡Feliz Pascua!  

Y no pudieron guardarse lo que había visto, vivido, experimentado, y vuelven a Jerusalén a contarle a los demás discípulos la Gran Noticia.


¡Hasta la próxima, primero Dios!


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